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Iron Man


Parte 2: el día.

Y tras meses caminando y caminando, por fin, vislumbramos el final del camino...



Nada más llegar a Niza te percatas de que ese es el fin de semana del Iron Man. Las calles y terrazas de esa bonita y mestiza ciudad de la Costa Azul estaban abarrotadas de gente con piernas depiladas y rostro afilado, luciendo camisetas o merchandising de gestas pasadas, comiendo enormes platos de pasta variada y hablando tantos idiomas y tan distintos como los que según el Antiguo Testamento se escuchaban en la construcción de la Torre de Babel.

El sábado me levanté una hora antes que mis compañeros Igor e Imanol para trotar 30 minutos y nadar otros 15, más que nada, para estirar un poco los músculos tras tantas horas sentado en la furgoneta del bueno de Igor durante los dos días anteriores que nos llevó completar el trayecto desde Bilbao a Niza (que incluyó parada con pernocta el jueves en Tarbes y primer baño en el Mare Nostrum el viernes en Saint Tropez). Durante el entrenamiento me crucé con multitud de triatletas que te buscaban la mirada para decirte “yo también, suerte mañana”.

A primera hora de la mañana realizamos los trámites relativos a la acreditación y guiados por Willy, un compañero de trabajo de Barcelona que tripitía en Niza, aprovechamos para ir de compras por la feria que la franquicia Iron Man tenía montada en pleno casco histórico, cerca de boxes y de la salida: bicis supersónicas, complementos propios del I+D más cualificado, alimentos milagrosos, último diseño en prendas deportivas, etc. Imposible abstraerse del ambiente y no sentir el cosquilleo de los gusanos moviéndose por el estómago. Hacía tiempo que no experimentaba esa sensación de nervios. Y es que mirando atrás, todo el tiempo, esfuerzo e ilusión invertidos empezaban a presionar. Estaba nervioso y me estaba poniendo más y más a medida que faltaba menos para la salida. En ese momento, la parte racional de la cabeza ponderó todos los factores y tuvo un momento lúcido que fijó definitivamente el único objetivo realista para esa primera vez: convertirse en finisher. Abandoné sueños demasiado ambiciosos sin fundamento sobre marcas y me conciencié con el objetivo real de aquella aventura.

Aprovechamos que mi hora para el control del material era de 6 a 7 de la tarde para hacer turismo por la bella Costa Azul y comimos y pasamos la tarde en la capital del Principado de Mónaco, Monte Carlo, observando el espectáculo de lujo obsceno de su Puerto repleto de yates. Volviendo de Mónaco realicé los últimos kilómetros antes de llegar a Niza montado en la bici para asegurarme de que todo estaba a punto. Y a las 6 ya estaba entrando en boxes con la bici y más bolsas que la Sarah Jessica Parker cuando sale de compras por Manhattan: las bolsas de la bici de la maratón con el material específico de cada disciplina y las bolsas con la comida personalizada tanto para el tramo de bici como de carrera (manzana, plátano, barrita de muesli y un par de geles por cada bolsa; todo muy aprovechado como más adelante comprobaréis…). La organización fue perfecta. Todo muy didáctico. Impresionaba ver 2.500 bicis, algunas auténticas obras de arte, todas colocadas de forma tan ordenada.

Última cena nuevamente a base de pasta y mucha agua y para eso de las 8,30 de la tarde estaba ya en la habitación del Hotel. Imanol e Igor se quedaron disfrutando del ambiente de la ciudad, especialmente animada teniendo en cuenta que se disputaba el partido de la Eurocopa de futbol entre Francia y España.

No dormí gran cosa ya que realmente estaba muy nervioso. Pero sí descansé y no me costó nada levantarme a las 3,45 de la madrugada del domingo. Por fin había llegado el día D, mi desembarco de Normandía particular, la batalla para la que me había estado preparando los últimos 6 largos meses de mi vida. Como decía Julio Cesar tras ubicar tácticamente a sus legiones y cohortes en el Rubicón, ¡alea iacta est! Desayuné dos pasteles de arroz que me traje de Bilbao con dos cafés bien cargados, me apliqué con esmero el Radiosalil en las rodillas y preparé dos bidones de agua con tres geles de lima diluidos en cada uno.

Salimos eso de las 5 de la madrugada del Hotel rumbo a la salida, en pleno paseo marítimo, en lo que parecía una procesión de legionarios camino al campo de batalla, inflé las ruedas de la bici, coloqué los bidones, me despedí de mis amigos, me puse el traje de neopreno y tomé posición en la salida, en plena línea del mar, junto con el resto de los legionarios.

Básicamente, la salida estaba dividida en distintos compartimentos en función del tiempo estimado para completar los 3,8 kilómetros de natación. En mi caso, pretendía ser conservador y estimaba un tiempo sin forzar de 1 hora 15 minutos. En cualquier caso, le hice caso al amigo Willy y me coloqué en el flanco más a la izquierda del ejército, nada de compartimentos, para en la medida de lo posible nadar tranquilo y sin el agobio de la multitud en el fervor de la batalla.

Y fue un acierto. Son las 6,30 de la mañana. Señal de salida y empieza la batalla. El espectáculo de la legión rompiendo la barrera del agua es sublime. Creo que disfruté como nunca he disfrutado nadando en ninguna triatlón. Pese a que éramos 2.500 legionarios no sentí el agobio de la gente salvo muy al principio. Pero sobre todo, ¡qué bien nos entrena el Cantábrico frente al Mediterráneo! El agua estaba a 23 grados, absolutamente plana, absolutamente tranquila, limpia-clara-azul, no resultaba para nada difícil orientarse, bastaba levantar un poco la cabeza para fijar la referencia. Pese a que fui tranquilo, sin forzar, se me hizo hasta corto y me salió un buen parcial de 1 hora 12 minutos 40 segundos. Mejor de lo previsto. ¡Genial! Me estaba animando, ya no estaba nervioso, iba a ser un gran día y, sobre todo, era plenamente feliz.

Os podéis imaginar que las áreas de transición de una competición con tantos participantes son larguísimas. No sé cuál era la distancia entre la salida de la natación y la de la bici pero era muy considerable. Seguía con la mentalidad de aplicar la máxima aprendida en tantas maratones, “todo lo conservador que seas al principio, nunca es suficiente al final”, así que me tomé mis 6 minutos 20 segundos para quitarme el neopreno, protegerme con crema solar (todavía no eran las 8 de la mañana y el calor empezaba a apretar…), casco, dorsal, etc., y, monté la “flecha roja” para afrontar los 180,2 kilómetros de recorrido en bici.

Era el tramo que más me preocupaba. Y es que hasta ese día nunca había recorrido una distancia tan larga en bici. Además, todo lo que había escuchado y leído en los previos advertía de la dureza de ese recorrido que transcurre por los Alpes Marítimos, atravesando una ruta de pueblos medievales de gran belleza, en un entorno de cumbres y bosques verdes. Y, sin embargo, se me hizo mucho más fácil y llevadero de lo previsto.

Vaya por delante que creo que el recorrido me iba como “el anillo único” al dedo de Frodo Bolsón. En general, mucho puerto con sus subidas y bajadas no excesivamente exigentes y poco llano. Me gusta subir y bajar, ventajas de pesar poco, y no me gusta llanear y mover desarrollos, inconvenientes de lo anterior.

Resumidamente el recorrido eran 20 kilómetros de salida desde Niza totalmente llanos, 60 kilómetros con varios puertos en continua ascensión que terminaban con los casi 20 kilómetros de ascensión del Col de l’Ecre que te colocaban a una altitud de unos 1.200 metros, otros 50 kilómetros en las alturas de tobogán constante, 30 kilómetros de descenso espeluznante en algunos de sus tramos y nuevamente los 20 kilómetros llanos de entrada en Niza que se terminaban haciendo duros por el viento en contra y el calor que a esas horas castigaba ya con solemnidad.

Disfruté desde la primera pedalada hasta la última. Me veía bien, sin excesivo desgaste, muy feliz, en un entorno precioso, animado porque la media por hora rondaba los 30 kilómetros cuando tenía prevista una media no superior a 25, adelantando constantemente más que siendo adelantado, centrado en beber los dos bidones con gel diluido de forma regular. A mitad del Col de l‘Ecre me esperaban Igor e Imanol con sus ánimos, tras coronar el Col me paré un minuto en la zona en la que se acumulaban las bolsas de comida personalizada y cogí una manzana, en el kilómetro 120 me volví a encontrar con mis dos amigos (no me canso de repetir que no había nadie en carrera con un equipo de apoyo como el formado por estos dos queridos amigos mungiarras), poco después me crucé con Willy que me llevaba unos kilómetros de ventaja, la bajada era lo suficientemente peligrosa y larga como para no aburrirse y, cuando ya las piernas y el cuerpo empezaban a pedir con cierta insistencia un cambio radical de posición, sólo quedaba apretar los dientes para pelear contra el viento de los últimos 20 kilómetros. Esta última parte se me hizo dura. Además de las horas acumuladas de esfuerzo que empezaban a hacer acto de presencia, el sol castigaba con fuerza y me quedé sin líquido ya que en la bajada se me había caído el botellín de agua que había cogido en el último avituallamiento. En cualquier caso, el optimismo me arrastraba y me daba fuerzas ya que veía que bajaba de las 6 horas y, por tanto, me salía un parcial superior a 30 kilómetros por hora. Y así fue, 5 horas 58 minutos y 30 segundos. Para mi nivel en bici, mucho mejor de lo soñado (querido Jon, esto es en gran parte mérito tuyo).

El caso es que me planté en la segunda transición absolutamente crecido, con cierta sensación de euforia, convencido de que había pasado lo peor, con ganas y ambición de afrontar mi terreno, esa novia que creía no me resultaría desconocida, la maratón. Tardé 6 minutos y 41 segundos en colocarme las zapatillas, calarme la visera y atacar la distancia mágica, ¡los 42.195 metros!

Las referencias de mis dos últimas maratones (2 horas 59 minutos en Barcelona en marzo de 2010 antes de la lesión de las rodillas; 3 horas 1 minuto en la Nocturna de Bilbao en octubre de 2011 después de la lesión de las rodillas) me hicieron marcarme un objetivo que creía cómodo y realista: 3 horas 30 minutos, a 5 minutos el kilómetro. Pero por algo dice el refrán aquello de “la experiencia es un grado”

No necesité ni un minuto para percatarme de que aquella no era la novia que yo creía conocer. Esa transición que repetimos en todas las triatlones no fue nada bien. Las piernas no iban. De repente ya no me sentía fuerte. Ya no disfrutaba. Y en un lapso ínfimo de tiempo se evaporaron toda la euforia y las buenas sensaciones. En aquel momento culminar las 4 vueltas de 10,5 kilómetros que discurren en primera línea del mar, en pleno paseo marítimo, me pareció una aventura más complicada que la “Odisea” y la “Ilíada” de Homero juntas.

Me acordé de un email que me mandó un compañero del gimnasio, Alberto, un auténtico fuera de serie en esto del triatlón, advirtiéndome sobre la dureza de ese momento y decidí sufrir y tirar de fortaleza mental. No podía parar tan pronto. ¡42 kilómetros andando eran tanto como dos etapas del Camino de Santiago juntas! Si paraba tan pronto, corría el serio riesgo de no llegar a terminar por simple saturación. Así que me fijé el objetivo de correr como sea y al ritmo que fuera las dos primeras vueltas sin parar ni andar. Si lo conseguía, me plantaba a “sólo” media maratón de la línea de meta y mentalmente cruzar esa frontera me resultaba fundamental para ganar confianza.

¿Qué verdad es que hay que aprender a correr a distintos ritmos? Cuando veo los parciales me doy cuenta que tantos años después todavía no he aprendido esa lección. Nunca corro con pulsómetro y he decidido que ese es otro aspecto a mejorar de cara al futuro. En lugar de marcar un ritmo conservador que pudiera mantener en el tiempo, corrí a impulsos, en función de las sensaciones de cada momento y, claro, llegó un momento en el que el cuerpo tuvo un fallo generalizado del sistema: primeros 5,5 kilómetros a 4m28s (¿quo vadis, Jon?); del 5,5 al 10,5 a 5m17 s (esto está mejor); del 10,5 al 16 a 4m52s (jejeje, pobre ingenuo); del 16 al 21 a 6m17s (majo, tu calvario no ha hecho más que empezar); del 21 al 26,5 a 6m17s (me voy a romper); del 26,5 al 31,5 a 9m16s (acta est fabula, que dijo Augusto en su lecho de muerte); del 31,5 al 37 a 6m31s (¡vamos campeón!); del 37 al 42,2 a 6m05s (¡soy un finisher!). ¡4 horas 17 minutos 38 segundos! El peor tiempo de toda mi vida en una maratón. Moraleja: de la misma forma que la maratón son dos carreras, una hasta el kilómetro 35 y otra a partir del 35, la Iron Man son también dos carreras, una hasta la media maratón y otra a partir de la media maratón y, por tanto, durante todo el día se debe tener presente que la maratón y no la natación ni la bici deciden si uno es sub 12 horas, sub 11 horas o lo que vaya a ser.

¿Qué me pasó? Básicamente que con 6 geles diluidos en los dos bidones, una manzana y agua, apenas recorridos unos kilómetros de carrera a pie con 36 grados, había agotado el último átomo de reservas que me quedaba. Bebí agua y cola en cada avituallamiento desde el principio de la carrera (cada 2 kilómetros aproximadamente) ya que más que sudar sentía que me estaba desintegrando por el calor extremo, pero ya era tarde y, sobre todo, el cuerpo estaba ya vacío de energía.

Conseguí culminar las dos primeras vueltas de 10,5 kilómetros corriendo sin parar pero sufriendo demasiado (¡1 hora 49 minutos!) y en la tercera caminé por el Inframundo del Dios Hades (¡1 hora 21 minutos para 10 kilómetros!; sobran las palabras) Esa tercera vuelta resultó un calvario. La tentación de abandonar era omnipresente y golpeaba cada vez con más fuerza. Me agarraba al hilo de fuerza de voluntad que me quedaba. Cuando digo que tuve un fallo generalizado del sistema, realmente lo tuve: tenía fuertes dolores abdominales, me mareé, el estómago estaba bloqueado de tanta mezcla de agua, cola y banana y se negaba a asimilar nada, andaba más que corría cual “walking dead”,  paré y hasta me senté. Pero de la misma forma que pagué los errores propios de mi falta de experiencia en esta prueba, gracias a otras experiencias pasadas, continué siempre hacia adelante, con la esperanza del milagro de una recuperación. Decidí sacrificar la tercera vuelta para intentar levantar la cabeza en la cuarta vuelta. Si conseguía ponerme a correr en la cuarta vuelta todavía podía ser sub 12. Y así fue. Pasito a pasito, suave-suave, me puse a trotar en la cuarta vuelta, cada vez un poco mejor, cada vez más animado, con el impulso de la motivación que crecía a medida que superaba cada kilómetro. Tengo totalmente gravado el momento en el que superé el kilómetro 40. Ya estaba hecho, iba a ser un finisher (¡1 hora 7 minutos!). Todo el sufrimiento, todos los dolores, todo lo malo había desaparecido y volvía a estar eufórico. No, eufórico no es la palabra adecuada. Estaba emocionado.

Así como recuerdo el paso por el kilómetro 40, apenas recuerdo los dos últimos kilómetros ni el paso por la línea de meta. Estoy seguro que muchos deportistas habéis experimentado ese calambre de emoción intensa cuando se alcanza una meta tan ansiada. Me puse hipersensible y mis últimos dos kilómetros fueron enteros para mi aita. Mire al cielo, le sonreí, le hablé, me emocioné y rompí a llorar por dentro.

Era 24 de junio de 2012, día de mi Santo, San Juan, 4 días antes de cumplir los 36 años, el día en que cumplí un sueño,  ser finisher de una Iron Man. El tiempo final 11 horas 41 minutos 49 segundos. Pero el ser humano siempre busca nuevas metas que superen las anteriores y desde el mismo instante que cruce la línea de meta tuve claro que me había quedado totalmente enganchado por la experiencia y que a partir de aquel momento mi objetivo es repetir y mejorar en Iron Mans futuras. Así que, “to be continued” en Austria, Suiza, Alemania o la que finalmente resulte en 2013.

Jon

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